Por más de un siglo, las familias de México y Latinoamérica han sido parte de la estructura
de Wichita, Kansas. Al principio vinieron a trabajar en el ferrocarril y en la industria
del empacado de carne, y formaron barrios y vecindarios en toda la ciudad. Ellos,
sus hijos y sus nietos se vieron como parte de Wichita pero a la vez distinta a ella.
Algunos sabían español. Otros sabían solo algunas palabras. Algunos jugaban fútbol;
otros béisbol. Veían películas americanas pero en cines segregados. Se desanimó a
sus hijos a que hablaran español en la escuela. Muchos sirvieron en las fuerzas armadas
y se dieron cuenta que su servicio podía ser reconocido pero también ignorado.
Para las décadas de 1950, 1960 y 1970, los descendientes de esos primeros migrantes
siguieron distintos caminos para equilibrar su cultura latina con las costumbres de
la comunidad anglo en la que ahora vivían. Algunos se asimilaron a la sociedad angloamericana
y se mudaron a las afueras o desafiaron al sistema y lucharon por más derechos civiles.
Algunos mantuvieron amarres a los barrios como El Huarache y La Topeka. Para los años
70, algunos festejaron el poder entrar en política y en las redes profesionales de
la ciudad después de ser marginados por años. Otros insistieron en que había que cambiar
el sistema y que adoptar la identidad chicana era parte de un activismo necesario.
La llegada de un nuevo grupo de migrantes de México y América Latina en los 80, los
90 y la década de los 2000 agregó otra dimensión. Las personas que celebraron su identidad
chicana en la década de 1970 se veían ahora más estadounidenses de lo que habrían
imaginado. Mientras tanto, esta reciente ola de inmigrantes celebraba quinceañeras,
miraba Univisión y se preguntaba por qué estos wichitanos de la tercera generación
con antepasados de México solo hablaban inglés.
For over a century, families from Mexico and Latin America have been a part of the
fabric of Wichita, Kansas. Early on, they came to work on the railroad and the meatpacking
industry, forming barrios and neighborhoods throughout the city. They, their children,
and their grandchildren found themselves both part of Wichita and yet distinct from
it. Some knew Spanish. Others only knew a few words. Some played fútbol; others,
baseball. They saw American movies but in segregated theaters. Their children were
discouraged from speaking Spanish in school. Many served in the armed forces and found
that their service could be both honored and ignored.
By the 1950s, 1960s, and 1970s, the descendants of those early migrants took many
paths as they balanced their Latino culture with the ways of the Anglo community in
which they now lived. Some assimilated into Anglo American society and moved to the
suburbs or challenged the establishment and pushed for greater civil rights. Some
maintained ties to barrios like that of El Huarache and La Topeka. By the 1970s,
there were those who celebrated joining the city’s political and professional networks
after years of being on the margins. Others insisted that the system needed to be
changed and that embracing Chicano identity was part of a needed activism.
The arrival of a new set of migrants from México and Latin America in the 1980s, 1990s,
and 2000s added another layer. Persons who celebrated their Chicano identity in the
1970s now found themselves more American than they may have realized. Meanwhile,
these recent wave of immigrants held quinceañeras, watched Univisión, and wondered
why these third generation Wichitans whose ancestors came from México spoke only English.